Maria Ezcurra: cuerpos que deambulan
Luz Sepúlveda
Publicado en el catálogo "Me visto por lo tanto existo. María Ezcurra" , 2007.
María recorre los espacios para darle vida a sus obras, o para compilar lo que posteriormente utilizará como signos de lo que fue el trayecto que la artista emprendió y donde encontró el material plausible para una encarnación. Cuando porta un vestido de bolsas de Sabritas entre los paseantes del Centro Comercial Perisur, María encarna al traje, pero el traje le otorga una carga simbólica al cuerpo, al que después abandona y aun así sigue resultando iluminador. Los vestigios de las esculturas que María desprovee de cuerpo para que deambule con mayor facilidad, quedan como conchas sin animal. Las piezas tridimensionales de María exudan vitalidad aun cuando se les ha desprovisto de un cuerpo para arropar. El cuerpo ya no está en carne, pero un halo de existencia se respira en el cascarón abandonado.
Uno de los aspectos que más llama mi atención es que María Ezcurra tiene sentido del humor. Sin olvidar la importancia de un rigor conceptual, la artista se aventura a la construcción de bloques visuales que exudan buen humor. La ironía es una forma de variar la verdad con un gesto de inteligencia. María logra fusionar el placer visual y ambiental de sus objetos funcionales con una vuelta que distorsiona el concepto fundamental que da sentido a las cosas. Así, un mantel puede ser al mismo tiempo un mandil que extiende la usuaria frente a una mesa plena de manjares; la cola de un vestido de novia puede servir para cubrir al marido que reposa sobre el lecho; la artista porta una camisa que a la vez es cortina y que al elevarse, le permite al cuerpo posarse para admirar el paisaje detrás de la ventana semi cubierta. Esculturas dobles, instalaciones/situaciones, fotografía/performances: la serie resulta de gran solidez tanto física como mental.
En otras series María “deconstruye” la prenda de vestir, ya sea armándola de forma bidimensional para que semeje una piel de animal que luce sobre el piso o los muros, o dándole formas caprichosas a blusas, suéteres o pantalones para así otorgarles la posibilidad de lucir como paisajes sin por ello renunciar a su naturaleza de ser recipientes para cuerpos. Nuevamente en estos casos, los cuerpos han desaparecido y la función de la prenda ha mutado de ser el bien que arropa para convertirse en el objeto que se acopla a una nueva morfología que deja de ser funcional para mutar desde sí mismo en un objeto estético, auténtico y con el registro de una historia que ha trazado la artista con su propio cuerpo.
El trabajo de la artista queda como un relicario en el que joyas con un historial se posan frente al espectador para contar los parajes por los que ha deambulado, para recitar los cambios y trasmutaciones que ha sufrido su cuerpo y para asentarse en su resignificación como escultura, como obra de arte que en su nuevo contexto adquiere el estatus de vestigio arqueológico a partir de donde se entrelazan narraciones del pasado con leyendas de un presente plausible que le da su actual presencia como objeto estético cuya naturaleza discursiva está en constante revolución.