Maria Ezcurra: maneras de verse


José Antonio Rodríguez

Publicado en el catálogo "Me visto por lo tanto existo. María Ezcurra" , 2007.
Toda vestimenta es reflejo de cultura, evidente-mente. Pero también todo vestido es acumulación de signos que exhiben particularidades. Y nadie se escapa de esto a la hora de las exhibiciones per-sonales. Porque ahí estará de manera irremediable, consciente o inconsciente (poder adquisitivo de por medio o no), lo que por encima nos define y en donde podría caber toda una nómina de sentidos: lo ostentoso, lo sensual, lo burdo, lo elegante, lo mínimo, lo sobrio, lo humilde, incluso lo insustancial de los modos de vestir.

Entonces, si ya de por sí el vestido (junto al calzado y/o los accesorios) posee la dirección emblemática que ha asumido su propietario(a), María Ezcurra extiende este sentido al recuperar estos materiales como soporte artístico. Inicialmente, una puesta en evidencia de un ciclo: los deseos contenidos de posesión de los objetos para, al final, volverse simples residuos, momento en el cual Ezcurra los rescata para transformarlos. Y posteriormente para crear nuevas reconfiguraciones, para exhibir nuestros ropajes, esto es, una cierta exterioridad que sustancialmente es interioridad. ¿Pero cómo?

En sentido contrario al de otras artistas mexicanas contemporáneas que también han recurrido al tejido y rediseño de telas y ropa (digamos, lo dramático de Paula Santiago que utiliza la sangre y el cabello para decorar y bordar; o los derrotados deseos femeninos de delgadez en Tania Candiani y la confección de sus Gordas; o los perennes autorretratos reflexivos de Mónica Castillo), María Ezcurra plantea su obra como acciones lúdicas, con mucho de ironía, en ocasiones desconcertante y en ocasiones también de manera inquietante, o en el entrecruce de todo ello. A veces de sentidos opuestos que, paradójicamente, terminan por encontrarse (Ni una más, 2003, muestra zapatillas dentro de medias de nailon sin raspaduras, sin violencia, casi en la estilizada elegancia, pero en realidad en esa pieza se alude a la muertas de Juárez). O bien, más allá, en la evidencia de las circunstancias que se terminan por asumir sin dejar de lado una posición crítica. Eso se vio en su acción documentada, por medio de la fotografía, de Guardarropa del ama de casa perfecta (2004): su vestido de novia siendo extensión de su colcha (o viceversa); su delantal como parte de la mesa de planchado; o ella desapareciendo entre los muebles (por obra y gracia del Guardapolvo). Una acción profundamente incisiva, y en parte de autorreflexión, sin dejar de convertirse en gran divertimento.



Mientras, lo lúdico aunado al desconcierto pueden verse en ese Paseo (1995), en donde ella transita en un centro comercial cubierta con un vestido elaborado con bolsas de papitas: la evidencia de la comida chatarra vuelta atractivo de pasarela para el asombro de los espectadores. En Aguántame (1997), una desconcertante vestimenta de guantes de látex, que parece clamar por un deseo pero a su vez anteponiendo una barrera de asepsia. En 67 guantes en la Tate Gallery (1999): la colocación sucesiva en las rejas públicas de esa institución de unos guantes, una singular manera de realizar una exposición en ese prestigiosos centro, con todo y que la seguridad del recinto pronto acuda a retirarlos. En Tortuga (2006), donde la propia creadora se ha vuelto una alegre tienda de campaña. En Abrigo de peluche (2004), en donde decenas de muñecos de peluche se han convertido en remedo de un abrigo de mink, o en esas escultura amorfas (pero acaso muy cerca de las figuras de su anteriores dueños) que conforman su serie escultórica De regreso (2000): obra tridimensional, de una especie de escultura pública automática, que semejan solitarias figuras, ensimismadas entre sí.

Lo inquietante sin duda se encuentra en esas esculturas metálicas de donde emergen púas de acero (Aguántate I y II, 1997): obra muy cerca de los demencial, pero también de los juegos fantásticos (nueva­mente aquí la paradoja de los sentidos opuestos que confluyen). Pero igualmente en esas estructuras (El último grito, 2006), en donde la ropa se acumula, que pende sobre­encimada sin distinción, como masa anónima de residuos inmóviles en el olvido, por eso muy cerca del sentido de la muerte masiva. Lo que Corbatas (2002), esa otra acumulación de accesorios occidentales, no posee (ni siquiera como: burocracia oficinesca obliga). Porque ahí el círculo se vuelve vital, estalla en colores, se expande en todas direcciones.

Aunque también hay otra práctica artística reiterativa en su obra: sus telas extendidas hasta el límite. Figuras que nos podrían remitir, inicialmente, a las manchas del test de Roschard, porque, en efecto, las geometrías, las líneas, las figuras, y aquí, además, los colores, podrían decirle algo a cada quien. Incluso en algunas piezas el sentido de la figura parece estar ya muy definido (Mariposa, 2001). Sin embargo también estaríamos ante figuras desolladas. Y acaso en efecto eso son: véase el Traje de baño de leopardo (2001), o Tapete (2002), en donde el sentido de la muerte animal está latente y se perfila de manera doliente. Por eso piezas como Ocean Pacific (2001) parecen ejercicios de estilo ante la sutil e incisiva crítica que ha ejercido con las piezas anteriores.

María Ezcurra posee una particular manera de mirarse a sí misma y a los otros. Y eso lo ha encontrado en la confrontación del objeto-ropa con el espacio. Del objeto-ropa en la vida de otros. De la ropa-circunstancia en conjunto con los otros (su serie de troncos-remansos convertidos en asientos, del 2003). De la ropa-objeto, ciertamente, como deseo y desecho (paradojas, nuevamente, que parecen recorrer toda su obra). De la ropa-pastura que modifica al paisaje. La ropa para María Ezcurra, es claro, no posee ninguna inocencia.